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Alegato en blanco y rojo

Por: Judith Tarrillo

Y siempre nos piden que respetemos la autoridad, pero se nos es difícil verla. El pueblo es la base de esta historia, el pueblo es el cimiento, firme, donde las otras clases recaen; la clase más alta, la que tiene el poder, está inmóvil y pareciese que nos ve incapaces de tomar las riendas de este país.

Nosotros vemos su accionar; nosotros los jóvenes, sabemos que lo que hacen está mal, pero aún no hay un solo modelo entre ustedes que se coloque frente a todos, reconozca el error en general y nos guíe, porque nos hace falta esa experiencia de la cual se vale un adulto para guiar a una nueva generación. Y no hay nadie que lo haga porque nadie sabe cómo hacerlo. En una sala llena de congresistas, magnates, personajes célebres... ninguno levantaría la mano y diría: “Oye sabes qué, así se dirige un país”. ¡Por qué fingimos que sabemos, por qué presumimos de lo que carecemos!


Y esa es la herencia que nos van dejando: inexperiencia.


Estamos ante una divisoria de ideas donde lo único que podemos hacer es apostar por el más fuerte. ¡Y yo apuesto por mi generación! Las miradas desaprobatorias no llegarán a ser un impedimento para los proyectos que globalmente se están formando en las mentes más jóvenes, ni las controversias un muro de contención a la esperanza que se cuela en medio del presente, un presente donde es imperativo ser realista.


Sin embargo, la herramienta que haría el papel de resorte en nuestras vidas se oxida con la constante contaminación que nadie se preocupa en detener. Poco a poco nos damos cuenta de los errores; las aulas de colegios y academias se jactan de tener asientos llenos, pero se olvidan de las mentes vacías, se olvidan de orientar y rescatar al ente que por lo menos se interesó una vez en el pasado de su patria, se olvidan de controlar al que lo pensó más de una vez y no pudo manejar ese rencor que nace inocentemente al escuchar una que otra clase de historia. Qué hay de aquellos que tomaron las armas y taparon sus oídos. O de los que sacrificaron a los suyos por obtener un bien mayor, para finalmente, en su lecho de muerte derramar alguna lágrima silenciosa de arrepentimiento, con la efímera sensación de que en serio necesitábamos ayuda. Y que aún la necesitamos.


Pero seamos honestos. ¿Quién va a dar la cara por nosotros? Un país emergente, en “vías de desarrollo”. Visible con la lupa más hiperbólica del mundo.

¿Y cuál es ese desarrollo? Destruir nuestros bosques, nuestras costumbres, nuestra identidad; seguir un camino ya trazado, con el riesgo de ser tratados como parias si nos atrevemos a tomar algún atajo, alguna vía no común. -“Pero solo será por un rato”, podemos decir. –“¿Ves esa línea? Síguela. O te jodes con nosotros”.


Esa es la herencia que nos van dejando: Alienación.


Pero nosotros no hemos decidido aún nuestro límite, aún podemos escapar de esa ley que pocos se atreven a romper. Las manos que palpan esta tierra pueden comprobar la textura de la sangre y de las lágrimas derramadas en inalcanzables batallas que se comprometieron a defender la libertad que hoy gozamos, que nos estamos esforzando en seguir gozando. Sin embargo, bien podría mencionar que Perú nuevamente ha caído en las fauces de la esclavitud; esclavitud en forma de modernismo y tecnología; y esa ayuda que tanto reclamábamos solo podríamos encontrarla en nosotros mismos, porque los grandes no quieren dárnosla y los pequeños no pueden.


Carecemos de ese nacionalismo que tanto ayudó a otros en el pasado, tenemos nuestros propios defectos, sí, muchos, pero concebimos fuertemente la idea de que un hogar se debe proteger a capa y espada…aunque no sea el hogar más perfecto. Y si esa pequeña noción la colocásemos en una analogía con nuestra país, no pasaría mucho tiempo para que aquellos que heredaremos esta tierra gritemos al unísono; por mi bien, por tu bien, por el bien de todos:


“Y cuando yo muera, el Perú de hoy, morirá conmigo”.

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