La muerte de la humanidad
- Daniela Vasquez
- 3 dic 2020
- 4 Min. de lectura
Por Daniela Vasquez

Fueron los persistentes latidos en mi cabeza los que lograron reanimar mi ser. Pronto sentí mi existencia en el mundo. Un extraño ardor me consumía por la nuca y se deslizaba cual llama de fuego viviente hasta mi estómago. No podía oír nada, mis ojos se negaban a abrirse y mis brazos, inmóviles, no pretendían quitar, aunque sea un poco, el frío que congelaba mi rostro. Mis extremidades se negaban a obedecerme, así que permanecí echado. Nuevamente, escuché latidos palpitantes en mi nuca, estruendosos ante el silencio que permanecía en mi tiempo interior. ¿Dónde estaba?, qué había pasado?
Probablemente me encontraba en un lugar alejado de las calles principales. Me habría perdido, tal vez. Muy quieto, intentaba recordar lo que me había sucedido. No podía ubicar dónde estaba, pero sabía que la gélida sensación en mi rostro provenía de alguna parte. Si el piso y el aire eran fríos, debía estar afuera. ¿Afuera de qué? En medio de mis cavilaciones, me aventuré a realizar una pregunta trascendental: ¿Quién soy?
Recordaba quién era. Sabía que era un niño muy travieso. Me gustaba usar espejos pequeños para mirar lo que la gente adulta hacía en los cuartos más oscuros. Observaba a los miembros del salón con desconfianza, y anotaba en un pequeño cuaderno los ritos que solían cantar frente a una vela. Su cabeza calva dejaba notar extrañas cicatrices que nunca tuve la oportunidad de ver más cerca. Solo sabía que eran extrañas.
De todos mis pensamientos, el que más me incomodaba era el que se relacionaba con mi cuerpo. ¿Por qué, si era un niño, sentía mi espalda más ancha y mi cuerpo más pesado? No podía moverme, pero sentía mi presencia aún más grande, incluso mi rostro mismo me sorprendió por mi tamaño. Intenté tocarme, mover la mano, doblar un dedo. No tuve éxito.
Unas hojas chasqueándose entre sí me trajeron a la realidad. Lo pensé muy bien. Debía estar en un lugar alejado de la ciudad. Probablemente en un bosque. Si lo era, era un bosque oscuro y solitario. Sin ánimos, suspiré hondamente. El sentir de mis músculos moviéndose me hizo recordar cómo se movían y poco a poco pude abrir mis ojos. Una capa de nubes limitaba mi vista, pero el aire envolvente poco a poco las apartó de mi campo de visión.
Logré ver bien. El cielo oscuro surfeaba sobre una fina capa de añil. Dirigí mi vista a mi alrededor, pero no pude evitar observar mis manos. ¡Eran asombrosamente grandes! En definitiva, era un adulto. Un adulto muy descuidado.
Cuando observé mi pecho descubrí por qué tenía tanto frío. Mi polo había sido rasgado y un líquido amarillo cubría parte de su superficie. Me aterré cuando noté una marca. Una extraña y larga cicatriz provenía de mi espalda en forma de S. Ardía bastante, pero no era extremadamente dolorosa. Su forma era de lo más peculiar: parecía un árbol ramificado. Esta superficie se elevaba sobre mi piel y, en ocasiones, sentía que latía.
Por instinto toqué mi nuca. Era increíble, sentía una superficie alta en ella, unas rayas largas y...ramificadas. Si eso era así, ¡debía tener una cicatriz por casi todo el pecho! Desde el cuello hasta el pecho, incluso , me dolía el estómago. ¿Y si…
Levanté mi polo. Mi estómago estaba rojo pero no continuaba la cicatriz. Suspiré un rato. Tenía hambre, pero una sensación en mi estómago contrariaba mis deseos carnales. Decidí levantarme. Una sensación de golpe en mi oído me impidió caminar. "Auch"-proferí, como un llamado de auxilio ante la inminente soledad del camino. Todo lo que aparecía ante mis ojos tenía un matiz naranja, y giraban constantemente causando en mí gran irritación.
Aposté por intentar caminar. Con algunos movimientos lentos, y una mano cubriendo mi oído, logré hacerlo. Mi vista había estado expuesta a la oscuridad el tiempo suficiente para determinar las rocas, el camino y algunas montañas en la lejanía.
Caminé por quién sabe cuánto tiempo. Las gotas de sudor me llenaban de esperanza. No tenía rumbo, pero el camino se formaba con mis pisadas. Las estrellas, silenciosas, me recordaban el constante ardor que latía desde mi nuca. Pequeños círculos de electricidad vibraban en mi interior como ellas.
Luego de muchas horas, confundido y agotado, miré a los cielos y suspiré . Estaba cansado. No sabía cuánto tiempo iba a poder soportarlo. No tenía idea de a dónde iba a ir. Motivos para salir de allí, no había; para quedarse, tampoco. Me quedé observando la oscuridad por una eternidad indefinida. El silencio susurraba de a poco, incluso, a veces, percibía voces.
Pronto aquel que nos mira a todos me escuchó. Una luz amarilla se proyectaba detrás de mí. Probablemente era un auto en medio del camino o un alma bondadosa con una gran linterna. Mis esperanzas resurgieron con esa luz. Mi ardor se transformó en calor y mi sudor en agua fresca. Debía pedir ayuda. Algo podrían decirme. Y si no, tal vez alguna explicación podrían darme. La intensidad de emociones fijaban mis actos en el tiempo con lentitud.
Decidí voltear a ver, pero no pude. Tan pronto como giré mi cabeza, me incrustaron un afilado objeto en la espalda. El ardor se potenció e hizo vibrar en calor extremo cada nervio de mi ser. Con una velocidad fugaz, el dolor se extendió a todo mi cuerpo. Los poros de mi piel pronto se abrían y rompían en delgados flujos de sangre, que se condensaban en cicatrices con líneas divididas en ramas.
-Este es el último - susurró, con voz gutural, el extraño ser.
Reconocía esa voz. ¡Era él! Mientras una luz nublaba mi vista, recordé mi objetivo. Yo debía matarlo. Yo era el único que podía hacerlo. Pronto el brillo fue demasiado que ni cerrando mis ojos podía contenerlo. Mis ojos se cegaron, mis brazos dejaron de responder y mi cerebro cerró mi vida. Nadie más podrá vengar la muerte de la humanidad.
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